En la mañana radiante del 8 de septiembre, las campanas repicaron anunciando lo que ya latía en el corazón de un pueblo: la salida de la Virgen de la Fuensanta, la Reina del Olivar y Madre de las Cuatro Villas.
Su mirada, la más hermosa, parecía acariciar a cada devoto; su gesto, eterno, se alzaba como símbolo de fe y esperanza.
Miles de fieles, algunos junto a su santuario y otros desde la distancia, unieron sus corazones bajo el manto protector de la Señora.
El pueblo entero, con voz unánime y lágrimas contenidas, proclamó:
¡Viva la Virgen de la Fuensanta!
¡Escuchad, escuchad!
Que se alce la voz,
que se abra el corazón,
porque pasa entre nosotros
la Reina del Olivar.
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¡Miradla!
La más hermosa de las miradas,
la eternidad hecha gesto,
la fe convertida en forma.
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¡Acompañadla!
Vosotros, que guardáis el alma bajo su manto.
Vosotros, que hoy la seguís en su santuario.
Vosotros, que desde la lejanía
la evocáis con memoria y recuerdo.
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¡Proclamadlo!
Que su nombre florezca en cada voz.
Que su canto resuene en cada plaza.
Que su luz viva eternamente en nosotros.
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Y al unísono,
con fe que no se apaga,
con amor que no se cansa,
clamemos todos juntos:
¡Viva la Virgen de la Fuensanta!
¡Viva la Reina del Olivar!
¡Viva por siempre, nuestra Madre y Señora!