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3º PREMIO: EL AZAR Y LAS MATEMATICAS

 Os dejo el tercer Premio de Nuestro Certamen, "El Azar y Las Matemáticas" vamos completando una buena semana lectora.


El azar y las matemáticas____________________ De Pedro Martínez.


    Jamás he podido superar la inquietud inefable que me produce el mar, el pesimismo miedoso que me recorre los tuétanos cuando miro a la lejanía intentando dilucidar con evidente miopía el lugar impreciso donde el azul marino se confunde  con el azul celeste.     Caminando sobre la arena, durante aquel atardecer, repasé mis hitos vitales y me dejé llevar por la melancolía  del ocaso, clara metáfora de la vida.
    Encontré una botella: literatura, fantasía, aventuras, salvación, cuántas sugerencias me traía. Se me ocurrió una idea brillante. Arranqué su marbete y escribí en él un proverbio chino que por entonces me rondaba la cabeza. Debidamente enrollado lo introduje, ilusionado, en la verde transparencia de aquella vieja botella de vino. Convenientemente tapada la lancé al mar con esperanza infantil, con la ingenua fe de que un día podría ser útil a cualquier náufrago de nuestro proceloso mundo. Y continué mi paseo reflexionando sobre la vida y sus azares.
    En mi memoria, plena, años de lucha y ambición. Mi pasión por las matemáticas y los ordenadores marcaron mis primeros pasos estudiantiles en la creencia firme de que por la ecuación no resuelta de azar, probabilidades y estudio pasaba el éxito de mi vida. Y me puse a trabajar en ello.
    Con veinte años era licenciado en exactas por la Universidad de Granada y tenía aprobados varios cursos de Económicas e Informática. Estaba llegando la hora de asaltar el futuro. Estaba convencido del éxito, aunque nunca dejó de angustiarme el binomio cero-infinito, espada de Damocles de mi férrea voluntad.
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    El azar quiso que cayera en mis manos el suplemento de hojas salmón de un diario. Que en él se ofreciera un puesto como agente de bolsa, para el que habría que pasar una dura criba tras un curso de preparación, que llevaría a los seleccionados a un puesto muy bien remunerado para una reputada empresa de inversiones. Brilló por primera vez mi estrella.
    Mi intuición me decía que debía de poner las matemáticas al servicio de mi trabajo y no entrar en la aparentemente  fácil y exitosa carrera de muchos de mis colegas quienes, abusando de las teorías aprendidas rápidamente y de la bonanza del momento, inflaban sus cifras bancarias sin aparente riesgo. Su éxito se basaba en creer en las probabilidades en relación al futuro, tomando al 100% por probables los hechos ya pasados, lo que sin duda les llevaría a conclusiones equivocadas, añadiendo a todo ello la estúpida prepotencia de atribuir su éxito a la calidad de su elección.
    Gané menos que ellos durante varios años, pero mi prudencia y mi superstición me salvaron en la recia marejada de una pertinaz crisis, más allá de lo calculado, que arruinó a la mayoría. Nuevo destello estelar. De su desgracia nació mi fortuna y pude impulsar un nuevo proyecto: mi propia empresa de inversiones.
    Hasta entonces, nunca había arriesgado mi dinero y pude verificar la caída de arrogantes peligrosos que pasaron de ser admirados al desprecio y la miseria. Tenía el respeto, la consideración y el favor de los demás, era el corolario del éxito. Con mi  encanto, perseverancia y aplomo fundé mi familia y me rodeé de un envidiable círculo de amigos,  aunque aquella vieja superstición siempre me hacía mirar al cielo cada día y para no olvidarla adorné mi despacho con una plaquita plateada donde hice grabar: “La realidad es una ruleta aún peor que la ruleta rusa. ¡Cuídate del cañón de la realidad!”.
    Mis negocios progresaban geométricamente y no quise dejar de avanzar en mis estudios matemáticos. Me interesé por el “Método Monte Carlo” de simulación de historias alternativas a partir de una situación inicial y algunas reglas. Con la ayuda de potentes ordenadores hice predicciones con las que  convertí en millonarios a muchos de mis clientes que dispararon por doquier mi fama.  Abrí oficinas en las principales plazas del país y, aún en los fuertes vaivenes de la economía mis números seguían en positivo. Empecé a creerme una especie de demiurgo, un adivino, o mejor, un generador de la historia. Incluso estuve tocado para un alto cargo político.
    Con el ego desbordado, decidí que, aunque humilde en mi origen, era grande mi destino y que estaba llamado a ser un gran hombre. La soberbia me hizo olvidar mis viejos preceptos, lo de ganar menos sin arriesgar más y la prudencia para empezar a poner en juego mi propio capital. Mis ganancias  se hicieron descomunales y se me empezó a conocer como el nuevo gurú de las inversiones. Con sonrisa sarcástica retiré un día la plaquita ennegrecida con aquella máxima para cobardes.
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        Cada mañana tomaba un taxi para ir a mi despacho. Un día tuve el infortunio de ponerme en manos de un chófer novato al que tuve, después de mucho tiempo perdido, que señalar calle por calle hasta una plaza alejada de mi destino. Mi tiempo era oro. Caminé deprisa, subí a mi oficina y retomé mi tarea. El día fue muy fructífero. El mejor día de mi carrera.
    Al día siguiente me sorprendí a mí mismo pidiendo al taxista que me llevara a la plaza del día anterior, e incluso me hice el propósito de gratificar al chófer insultado ayer. Pero la suerte no fue la misma.
    Tras varios años buenos con grandes subidas y leves bajadas en las bolsas se presentó otra crisis anunciada. Una más. Todo controlado.
    Cuando el mercado empezó a caer, acumulé más bonos de países emergentes a un promedio razonable de 52 dólares. En un mes bajaron a 43$. Había perdido mucho aunque mis cálculos auguraban, como anteriormente, una recuperación que me haría resarcirme pronto. Pero, pasado el siguiente mes, cayeron a 20$. Pensé que estos bonos estaban ya cerca de su valor por defecto y que pronto  se revalorizarían. Así, aposté en ellos toda mi fortuna y arrastré conmigo a mi selecta clientela. Nunca les había fallado.
    Para horror de todos, el mercado siguió naufragando y los números rojos rozaban ya los 10$. Era la ruina total. Había perdido todo el capital y a mis clientes. Ahora, tornados en fieros acreedores, se adueñaron de todos mis bienes y me amenazaron de muerte. La sobreestimación de mis análisis, la tendencia a casarme con mis posiciones y mi falta de pensamiento crítico me llevaron al desastre total.
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    El chalecito junto a la playa, tantas veces recorrida en mis meditabundos paseos, mi primera adquisición, era la única propiedad que me quedaba. Era mi único remanso de paz y muro de lamentaciones. En él me atrincheré con mi familia.
    Una tarde triste, como otra cualquiera, frente al rojo horizonte, absorto en mis zozobras, observé el rodar de ida y vuelta de una vieja botella zarandeada por el suave oleaje. Fue un relámpago, una intuición… eché a correr hacia ella y la tomé entre mis manos. Sí, era mi botella. La abrí anhelante,  como esperando un tesoro, como si no conociera lo que había en ella. Extraje el papel en cuyo reverso escribí hace años:
    “El momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos”
    Pensando que el juego aún continuaba y que mi número todavía estaba en el bombo, anoté los números del código de barras de la etiqueta, me dirigí a una oficina de Loterías y Apuestas del Estado a rellenar una primitiva y comencé a hacer planes: El lunes pasaría a recoger el fruto que la rueda de la Fortuna había puesto de nuevo en mis manos.   


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