Joaquin LLavero nos presenta este entrañable y magnifico relato, homenaje a su abuelo e imagen de Nuestra Villanueva del Arzobispo.
Relato de gran acogida, que fue el 1º accesit del Certamen, disfrutad con él.
OTROS PAISAJES, OTROS TIEMPOS
A mi abuelo Pedro
Tras un breve paseo por la explanada del cementerio, atravesé la imponente, chirriante y pesada verja negra. La tranquilidad del camposanto se vió alterada por un incesante ir y venir de gente que, a modo de bulliciosas hormigas, recorríamos los estrechos pasillos en busca de las tumbas de nuestros antepasados, en la certeza de que en ellas reposaremos algún día. Un sol casi veraniego, hacía del día de Todos los Santos, una plácida mañana primaveral, en la que la ligera brisa acompasaba el fugaz movimiento de los gladiolos blancos y claveles rojos que adornaban la losa de granito de tu sepultura. Ahí, de pie, entre una y otra tumba, tu recuerdo recorría a gran velocidad mi mente; te veía en el pasillo de tu casa, dando pasos cortos, cansados, casi tambaleantes; con la espalda algo arqueada por el inexorable paso del tiempo, arrastrabas con dificultad aquellas viejas chanclas de cuero; en tu cara, ni el más mínimo rastro de barba, eras hombre de afeitado diario, de mejillas rosadas, y el rubio juvenil de tu pelo fue virando poco a poco a tonos más claros.
De repente, la imagen cambió, ¿recuerdas Torremolinos? ¡Qué bien lo pasaste con la abuela en aquellos viajes del Inserso!, pero te hablo de aquel otro viejo Torremolinos, el del Cortijo del Moro, así se llamaba el campo de concentración al que llegaste hace ya más de setenta años. Según he podido leer recientemente, “era infernal, sin barracones ni letrinas, todo al aire libre, en al año 39 allí se acinaban unos cuatro mil quinientos presos”. Poco hablabas de la guerra y nunca con resentimiento, me decías que nunca habías llegado a entrar en combate y que, desde vuestros puestos, hablabais con el enemigo, aquélla fue la mayor de tus aventuras a pesar de ser casi un niño. Estuviste en Maracena, cerca de Granada, me hablabas de su sierra y de cómo echabas de menos las tuyas, las de Segura y las Villas, en las que te hiciste un hombre y que tanto marcaron tu vida.
Entraste en el recinto alambrado, en la parte trasera de aquella vieja camioneta, junto a ti, otra decena de jóvenes de rostros afilados, ninguno entendíais de guerras, ni de bandos, ni de vencedores ni vencidos. La vieja lona golpeaba con fuerza la débil estructura, mientras vosotros aguardábais un incierto futuro, el llanto, el hambre y el miedo eran vuestros únicos compañeros de viaje. Una vez dentro, vuestra dieta consistía en un poco de pan duro y agua, suplementada con alguna mala hierba o raíz ¡menuda dieta hipocalórica la vuestra!
Deambulábais todo el día sin sentido, os preguntábais qué sería de vosotros, vivíais más que nunca como si cada día fuera el último. Por la noche, os sentábais unos junto a otros en unos agujeros excavados en el suelo que hacían las veces de improvisados sillones; uníais vuestras cabezas y así intentabais dar alguna que otra cabezada. Todos los días al atardecer, un oficial leía una relación de nombres, aquéllos ya no volvían. Cada nueva tarde, la angustia y el llanto os invadían. Con el paso de los días, fuiste reconociendo muchachos de aldeas próximas a la tuya; con cada reencuentro, olvidábais por unos minutos vuestro cautiverio y recorríais con vuestra imaginación, los olivares en tiempo de recolección, los pinares de la sierra dónde los hombres se afanaban en aquellos viejos y duros trabajos, las guapas muchachas de las aldeas…
Una mañana, uno de tus paisanos creyó reconocer entre los mandos más destacados del campo, al hijo de un vecino de vuestro pueblo. Entre todos decidisteis que a la menor oportunidad tendríais que hablar con él, aunque fuera una maniobra arriesgada.
Al cabo de unos días, al atardecer, tu nombre sonó alto y claro, Pedro Huertas Cantero; tu corazón se paró de repente, te quedaste petrificado, no podías articular palabra, sabías que aquella noche te darían “el paseíllo”. Por unos momentos casi dejaste de respirar, dejaste de oir la cantinela con el resto de los nombres, e imágenes de tu corta vida recorrían una y otra vez tu mente. Cuando subiste a la camioneta, tenías la certeza de que tu vida terminaba ahí. Junto a ti, subieron todos tus paisanos, no entendías nada, por un momento pensaste que aquellas dichosas listas las elaboraban en función del lugar de nacimiento. Atravesásteis los alambres de espinos y fue entonces cuando en la oscuridad de la noche, alguien susurró que había hablado con aquel mando, una sonrisa recorrió vuestras mejillas, os apretásteis con fuerza las manos, pero aún no sabíais donde íbais. Tras un interminable viaje llegásteis a Marbella, os dieron aseo, comida y cama en la casa de vuestro paisano . A la mañana siguiente, os llevó a la estación de tren, os compró el billete a la libertad, y pasásteis en unas horas, gracias a ese ángel, de la muerte a la vida.
Hoy, aquí frente a tu tumba en Villanueva, recuerdo cada momento que vivimos juntos, todo lo que me enseñaste y como gracias a ti, aprendí a querer a mi pueblo y a estas sierras.